viernes. 26.04.2024

André Citroën, fundador de la marca que lleva su nombre, repetía siempre esta frase. Estaba tan convencido de la veracidad de este principio que lo aplicaba a todos los ámbitos de su actividad. Por ejemplo, André Citroën pretendía que las personas pudiesen probar sus coches porque solo así podrían apreciar sus características y sus cualidades. Además, la prueba tenía que ser lo más realista posible, es decir, en el mismo lugar donde se desenvolvería el coche si esa persona lo acababa comprando.

Si en la posterior década de 1930, Francia tendría miles de puntos de venta de Citroën, en plena posguerra de la Primera Guerra Mundial la situación era muy diferente y hasta mediados de la década de 1920, la red Citroën no fue lo suficientemente amplia como para permitir que cualquier ciudadano pudiera probar un coche de la marca cerca de su casa, como deseaba Citroën.

En poco tiempo y haciendo honor a su fama de hombre creativo, André encontró la solución a este problema. En aquella época, en Francia se desarrollaban numerosos eventos locales, como las ferias de ganado, todavía muy populares en el mundo rural, o las fiestas comarcales o locales, frecuentadas por los potenciales clientes deseosos de probar un Citroën. ¿Qué hacer entonces? Muy fácil: si las personas no podían ir a Citroën porque estaba muy lejos, entonces sería Citroën quién se acercaría a las personas.

 

LA CARAVANA CITROËN

Nació así la idea de la Caravana Citroën, organizada en colaboración con la red de concesionarios y que exhibía una docena de modelos en medio de un bosque de banderas con el símbolo del “doble chevrón” en plazas y avenidas donde los centenares de personas que participaban en las fiestas locales podían ver, tocar y, sobre todo, probar los vehículos de la Caravana Citroën.

Todo empezaba algunas semanas antes y se preparaba con meticulosidad: la publicidad en las paredes del pueblo elegido con los carteles diseñados por Pierre Louys, y, después, la publicidad en los periódicos locales, efectuada gracias al servicio de coordinación de Quai de Javel, que uniformizaba y personalizaba (según las exigencias) la parte gráfica de los anuncios. Finalmente, se instalaba la coreografía de los eventos, muy cuidada y realizada para ser vista desde lejos y atraer así al público.

La Caravana Citroën, desde principios de la década de 1920 hasta los primeros años de la década siguiente se convirtió en un espectáculo habitual en todo el país. De vez en cuando, la presencia de los coches se reforzaba con la exhibición de algunos modelos como los legendarios auto-orugas utilizados en los primeros Cruceros de Exploración (en primer lugar, el “Negro” y posteriormente el “Amarillo”) o el grande y veloz autobús Citroën (uno de los cuales ganó el rally de Montecarlo) que acompañaban a las diferentes berlinas y torpedos de todos los tamaños que ofrecía la marca para las pruebas.

La expresión de todos los que probaban los coches mostraba claramente el placer de conducción que ofrecían los Citroën. Seguramente, en las ya congestionadas calles de París o de Lyon, donde se encontraban las grandes sucursales de Citroën, la prueba de estos mismos vehículos no hubiera surtido el mismo efecto, y no habría sido tan apreciada como en los pueblos y pequeñas ciudades.

La última gran campaña de la Caravana fue la que diseñó André Citroën para dar a conocer al mundo su nuevo “motor flotante”, un evento en el que los C4 y C6 con el motor montado por primera vez sobre soportes elásticos, silenciosos y suaves, desfilaban por delante de personas que, seguramente, no habían visto nunca un coche como aquellos y que acompañaban a los potenciales clientes en una experiencia nueva, nunca antes probada, hecha de confort, de silencio a bordo y de ausencia total de vibraciones.

La idea de la caravana fue retomada por Citroën en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial para dar a conocer el nuevo 2CV y los vehículos comerciales como el Tipo H que tanto éxito consiguieron en el entorno rural y que se mantuvieron en producción sin modificaciones significativas entre 1947 y 1981.

 

André Citroën, el visionario que acercó los coches a las personas